lunes, 23 de abril de 2012

El lenguaje de la tierna mirada

A veces hago deporte en los parques urbanos, pero no me gusta hacerlo los fines de semana porque interrumpo a otros que sólo pueden permitírselo esos días.
Ayer violé algunas intimidades de forma involuntaria y no puedo evitar que para mi sea eso una incomodidad.

Había acabado de correr una decena de kilómetros y hacía los estiramientos lógicos del post-ejercicio.

Busqué un lugar algo apartado y, aunque era muy temprano, ya comenzaban a acudir los domingueros, dicho lo de domingueros con absoluto respeto y simpatía.

Primero pasó uno en bicicleta, full-equipamiento, marcas exclusivas, intentando ver en la montañita que había junto a mí el Turmalen, el alto de los Leones o, quedándonos más próximos, la font del Berro. Un esfuerzo para valorar de inmediato, que luego vendrán las birras que lo neutralicen, a juzgar por su perfil.

A continuación pasaron varias personas corriendo, de esas que se atan el chándal a la cintura, a pesar de que el calor ya aprieta a estas horas, no hay ni una nube en el cielo y por tanto nulas posibilidades de que empeore. Que digo yo, si es para disimular el culo, que en este caso era más que considerable de forma generalizada, lo que hace es precisamente lo contrario, aumentarlo, vaya. Es que cada vez los espejos son de peor calidad y encima no se dejan aconsejar.

Al poco pasó muy cerca una señora que mantenía una conversación (más bien monólogo) muy animada con un tal Paco. Paco era el perro; un perro de esos con forma de rata a los que se les ha agotado la gomina y van que no ven. Lo poco que oí lamenté enseguida no haberlo grabado, porque era un auténtico curso de coaching, digno de la mejor escuela de negocios. Y es que hay mucha pero que mucha cultura en el país, lástima que no se dirija adecuadamente para mejor aprovechamiento.

Pero cuando ya estaba acabando, ocurrió lo que me ha animado a escribir este relato, y que no sé si voy a ser capaz de relatar con fidelidad. Veremos lo que sale.

Dos hombres de mediana edad aunque más bien maduritos, cada uno con un perro tirando de él, se encontraron por pura casualidad junto a un prunus laurocerasus y próximos a un hybiscus rosasinensis. Ambos, como es habitual en estos casos, miraban hacia al cielo que nos sirve de techo, ya azul purísimo a esa hora, sin duda intentando evitar ser corresponsables de cualquier cosa que sus hijitos del alma dejaran caer por el esfínter anal.

Ambos canis canis dejaron de olisquear el suelo y se pararon en seco mirándose fijamente, e iniciaron a continuación una aproximación de tanteo. Cuando estuvieron uno junto al otro acercaron sus hocicos al culo; no cada uno al suyo, sino intercambiando culo y hocico. Fue en ese momento cuando los acompañantes (me refiero a los hombres de mediana edad) se miraron de reojo esbozando una mueca.

A partir de ese momento perdí el control de mis estiramientos. La escena capitalizó toda mi atención, porque los gestos, las miradas, el tímido saludo intercambiado y la satisfacción irradiada por aquellas personas pasaron a ser el acontecimiento más importante del parque. Para ellos.

Ya ajenos al comportamiento de sus hijitos quedaron envueltos en un aura de deseo puro que casi me hace llegar tarde al almuerzo. No tenía yo derecho a interrumpir aquel idilio. Agazapado en la sombra hubiera deseado desaparecer.

He aquí la grandeza del ser humano. Me refiero a los hombres de mediana edad, no a mi; yo en ese momento, casi piltrafilla.

¡Qué sensibilidad! ¡Qué nivel de comunicación! ¡Qué conjunción de astros! Y por qué no decirlo también, ¡Qué envidia!, no mía, claro (¿se entiende?). Pero sobre todo ¡Qué intercambio de sensaciones a través de sus miradas!; quizás el principio de una hermosa relación.

No es posible que haya en todo el Universo nada similar, y debería proponerse como “Patrimonio Inmaterial de la Humanidad”.

Desde ayer creo en el futuro (del género canis), aunque no volveré a hacer deporte en los parques los fines de semana. Ni loco.

[El Guerrero del Antifaz – abril 2012]

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