lunes, 16 de abril de 2012

LA MONTAÑA SIEMPRE MIRA A LOS OJOS

Rogelio es mi amigo. Con él voy a la montaña y a menudo compartimos habitación. Me gusta porque es tranquilo, educado y no ronca, pero sobre todo porque antes de que nos durmamos me cuenta historias.
Rogelio no inventa nada, tampoco repite historias aprendidas, simplemente derrama en el silencio de la habitación momentos de su vida. Pero a mí me gusta lo que me cuenta, porque como coincide con el mismo tiempo en el que yo he vivido y algunas de sus historias se aproximan tanto a las mías, es como si me contaran mi propia historia. Pedacitos de vida, momentos lejanos pero muy próximos aún, que relajan los músculos y abren la puerta al sueño.
Anoche me contó que cuando tenía 16 años, había acabado formación profesional, yendo y viniendo a la capital en el coche de línea cuando reunía dinero para ello, y cuando no en auto-stop. Y fue entonces cuando su padre le dijo mirándole a los ojos: Rogelio, ya eres mayor, en casa hay muchas bocas que tapar, es el momento de que hagas algo por tu cuenta.
Rogelio hizo su pequeña maleta, se puso el traje de los domingos, metió en una carpeta el título de formación profesional y en el bolsillo los ahorros que tenía más unos duros que le dio su madre, y partió para Valencia. A Valencia porque era la ciudad más próxima donde había fábricas de cosas químicas, no por otra cosa. Abrazó a sus padres y a sus hermanos y cogió el tren regional. Cinco horas de viaje le dieron tiempo para despedirse de su tierra mientras la dejaba atrás. Era la primera vez que salía de ella.
Al llegar buscó una pensión barata, se instaló, y a partir del día siguiente desgastó las suelas de sus zapatos de domingo en buscar empresas a las que ofrecer sus servicios.
En la mayoría no querían recibirle, pero él insistía e insistía y al final todos le escuchaban. Enseñaba el diploma, decía lo que sabía hacer, pero sobre todo a lo que estaba dispuesto: a trabajar.
Fueron más de quince días. Más de un centenar de lugares los que visitó y otras tantas entrevistas. Empezó por entrar sólo en las que tenían que ver con lo que había aprendido, pero luego entraba en casi todos los sitios que tenían puerta. Un polígono industrial tras otro hasta casi quedarse sin dinero para pagar donde dormía. De la comida ni se acordaba.
Rogelio recuerda la descarga de adrenalina que sufrió el día que un hombre de edad mediana que se parapetaba tras unas gafas de cristal grueso le dijo mirándole fijamente: muchacho, tú mereces que alguien te ayude. Vente mañana que vas a trabajar aquí.
Para mayor suerte, era una empresa de productos químicos, donde el jefe de laboratorio, a pocos años de retirarse a descansar, le enseñó todo lo que sabía. Un máster de los que no ofrece ninguna universidad.
Después de varios años pasó a otra empresa, y luego a otra en la que también participó como propietario; donde actualmente dirige el laboratorio. En total 47 años de nada…
Al final, ya entredormidos los dos, me dijo: te cuento esto porque mi hijo, que es ingeniero industrial, me pidió antes de venirme de viaje que pasara por su casa. Me dijo que le han despedido porque ha cerrado la empresa y que no sabe si irse a Inglaterra a aprender bien inglés mientras le dura el paro. Mientras me lo decía estaba echado sobre la cama deshecha y jugueteaba con un aparato de esos que funcionan toqueteando la pantalla. Casi no me miró a los ojos. También me preguntó, bueno, me dijo, que si algún mes le faltaba algo si podía pedirme para pagar la hipoteca.
Me dieron ganas de llorar, pero no por mí sino por él. Le dije que sí, le di un beso y me vine a la excursión.
Cada vez me gusta más venir a la montaña, creo que cuando no tenga que trabajar me vendré aquí para siempre. La montaña siempre mira a los ojos, como mi padre.

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