lunes, 18 de abril de 2011

Marathon Atlas

Marathon Atlas (marzo 2011) Unos cuantos correos cruzados por Internet, una leve referencia de otros compañeros que han hecho algo parecido a lo que nosotros pretendemos, aunque con más tiempo, y poco más. Es todo con lo que contamos cuando aterrizamos a la caída de la tarde en el aeropuerto de Menara, en Marrakech. Enseguida nos damos cuenta de que no es el mismo Marrakech que conocíamos pocos años atrás. Más occidental, algo más limpio y, lamentablemente, más civilizado. Tanto que, de seguir por este camino, acabaremos prefiriendo las postales a la realidad. Hombres y mujeres visten indistintamente la tradicional chilaba, los vaqueros, la minifalda o el escote generoso; incluso, algunas jóvenes, con mirada descarada, prestan sus ojos para que te mires en ellos. El diálogo con el móvil es aquí tan frecuente como en cualquier parte del mundo. La ciudad sólo conserva casi íntegro su desorden aceptado. Cenamos en el Riád donde dormiremos (el menú vale 100 disrham, inalcanzable para ellos que viven con entre 1000 y 3000 al mes), un Riád transformado en hotelito, como casi todos ellos en el centro de la ciudad. Nos acompaña la sonrisa natural, abierta y desinhibida de la camarera, potenciada por la luz de las lámparas, acorde con su alegría y desenvoltura, impropia de la mujer árabe cuando se muestra en público. Esto es un espectáculo y así lo requiere. Hay más mesas ocupadas, muchos españoles, un ambiente bastante natural y demasiada comida a la que no entramos a calificar: ensalada, cordero, cous-cous, y al final el té y los inevitables dulces. Comemos y disfrutamos de la relativa novedad, expectantes respecto de lo que nos esperan los siguientes días. Los dedos de “Momo”, que así se hace llamar Mohamed, nos marcan lo que serán las jornadas siguientes, que en el papel resultan mucho más llevaderas de lo que serán luego. Su otro acompañante se conforma con mirar. Un breve paseo por la plaza “Djemaa el fna” que tampoco es lo que era, ahora incluso está algo limpia y con menos cuenta cuentos y encantadores de serpientes; una foto a la Cotubía, otra a los carros de naranjas, el leve asedio de los comerciantes que cuando a la manida pregunta de ¿dónde?, les contestamos Valencia, ahora dicen “Mercadona”, cuando años atrás decían Baraja o Villa. Las persianas de los pocos puestos que quedan abiertos van cayendo como párpados perezosos. Es más de media noche aquí en el sur de Marruecos. Me despierto a las 5, al tiempo que desde los minaretes se oyen los primeros cantos. Probablemente son llamadas a la oración. A las 6 estamos desayunando y poco después el bullicio se apodera de la calle, cuando comienzan a levantarse las persianas que dejan al descubierto este inmenso mercado. Salen a la puerta a gritarnos las ofertas de desayuno, de venta de productos, incluso de masajes en un spa que hay frente al Riád que ocupamos. A esta hora no hay mujeres, sólo hombres de piel oscuro que interrogan con su mirada penetrante. Levanto la vista y allí está la media luna vigilando desde lo alto en un cielo azul recién estrenado. Mañana limpia, jardines recién regados que en estos primeros días de primavera vuelven a la vida y la ciudad aún perezosa se va incorporando al nuevo día. El chofer nos acompaña al viejo y desvencijado mercedes. Me pide la bolsa y se la dejo, pero enseguida desata las asas y me ofrece una. Le pregunto si sabe francés a lo que contesta que poco. Luego, en español me dice con claridad: “España, España, trabajar mucho y comer poco”. Sonrío. Salimos de la ciudad entre el revoloteo de motos y bicicletas que trazan laberintos sobre la calzada para esquivarse, saltándonos los pasos de cebra y fijos en el inminente globo amarillo que nos acaba de aparecer en el horizonte, medio oculto tras una tenue sábana de bruma matinera. El “driver”, un hombre corpulento de piel oscura, nariz aguileña y bigote media luna, se toca con un turbante negro. Aferrado al volante con las dos manos, conduce como disputara la final en una videoconsola, aunque de vez en cuando se permite cambiar la radio o visitar lo más profundo de sus narices, para lo que intercambia los dedos. Puede ser que lo haga como prevención de la artrosis, algo de leyenda hay al respecto. El viaje dura 5 hora, por lo que nos da tiempo acostumbrarnos a su estilo de conducción que, por otra parte, sólo es posible aquí, donde todos actúan de igual manera. Es el orden del caos. Justo el factor que necesitaba Einstein para completar su teoría del origen del universo. A punto de salir de esta encrucijada, nos rodea un bosque de palmeras del que nos separan dos rosarios de jóvenes en bicicleta que van a la escuela o al trabajo. Entramos en una niebla espesa que apenas nos permite ver más allá de una docena de metros. Tan espesa que el avezado conductor pone el limpiaparabrisas, el cual ruge como fieras de la sabana. Ahora comienzan a aparecer en la cuneta pollos, gallinas y algún que otro perro que parecen salir a distraerse; también un burro que no se atreve ni a rebuznar. Entre ellos, seres humanos que esperan… quizás el presente, cual si fuera el futuro. Atención: llevamos un camión delante y parece que va a intentar adelantar… adelantamos y estamos vivos. La carretera se deteriora cada kilómetro que avanzamos, mordida por el arcén que nos separa de los campos de cereales que verdean, lejos de encañarse para lo que aún les faltan meses. Atravesamos pequeños grupos de casas aterrazadas, con apariencia de inacabadas, pero es su forma de construcción “modular”, lista para ser ampliada en sucesivas generaciones. Todos los poblados tienen su minarete y todas las casas su parabólica. Televisión y religión, los dos fallos del Imperio Romano para perpetuarse. La niebla nos da un respiro y paramos a comprar agua, el conductor nos rechaza la oferta de comer algo y seguimos, subiendo lentamente y con mejor visibilidad. Al fondo ya se pueden ver las cordilleras nevadas. La carretera es la columna vertebral que divide y une a las ciudades. Es el mercado, el centro cívico y, en definitiva, lo es todo. El “driver half moon” se anima y vamos a más de 100. Cereales, almendros y olivos amatorralados. Burros y personas, sobre todo mujeres; encima o tirando de ellos, con alforjas o sin ellas, orlan la carretera. Ovejas y cabras pactan sobre los riscos y entre los árboles. Son más de las 8, hora de almorzar. Pasamos junto a una escuela, en un descampado solitario, con cientos de bicicletas amontonadas a la puerta. Sin preguntar, la recta se convierte en una pura arruga, a derecha e izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Ya estamos a más de 1000 m de altura. En las laderas comienzan a aparecer sabinas. La situación se hace irrespirable por momentos, debe de haber sido el “driver” que ha dejado escapar un descomunal pedo (y eso que no ha almorzado). Intento bajar el cristal… temo perecer en el intento. Consciente de la situación me ayuda él mismo. Salvado, por esta vez. Espero que no tenga réplicas. La inminente presencia de la policía de carretera nos hace bajar la velocidad. Por prudencia, supongo, o por miedo. Mujeres escardan a mano los sembrados a costa de su espalda y de sus manos. Paramos a echar gasolina y el guía, que es muy servicial, que no servil, nos compra botellas de agua, nos da una moneda para que paguemos a la que limpia los servicios y nos invita a un té (el gas-oil está a 0,70€ y la gasolina a 1€, ambos subvencionados para calmar al “pueblo”; son medidas anti revueltas). Las mezquitas, con su minarete, aparecen incluso cuando no hay poblados… hay que ser previsores, no se pueden dejar estas cosas en manos del azar. Y la foto del rey lo preside todo: bares, tiendas, escuelas; vamos, todo. Son los dos pilares del poder, que ahora habrán de competir (o aliarse) con Al-jazzira. Ya pasamos sobradamente los 1300 metros de altura, estamos en Azilal. Casas color calabaza, tenderetes, mercadillo, chilabas sentadas o paseando y, de repente, un escaparate que ofrece braseros deslumbrantes de un arte sublime y mesas adornadas para la fiesta más sofisticada. A la puerta, un hombre de piel brillante con bigote y sonrisa amplia nos muestra su felicidad al vernos que tomamos fotos de su escaparate. “Momo” va al banco y nos retrasa el viaje más de una hora… quién sabe si intencionadamente. Reemprendemos el viaje a una del medio día en el Atlas, con un sol plomizo y una ruta estrecha e interminable en la que resulta imposible compartir un cruce con otro vehículo, y donde siempre se aparta el más débil, el más cobarde o el que más estima el vehículo (o su vida), y siempre a última hora. Es una prueba calculada de fuerza física y mental. Hoy es viernes, día de oración pero hábil para alguna cosas, porque los colegios están abiertos. Los comercios y los bares no cuentan porque lo difícil es saber cuando cierran. Los hombres están en su mayoría sentados platicando o simplemente en estado contemplativo. Estas religiones desconocidas para mí, con sus fiestas de viernes, de sábado y de otros días probablemente, a juzgar por su comportamiento, han conseguido mi sueño: trabajar sólo el domingo. Una hora después contabilizo que no se ha apartado ninguno de los vehículos con los que nos hemos encontrado. Sólo nosotros, claro, prueba de ello es que continúo el relato. Sin duda una muestra de nuestra debilidad, lo cual no lamento. Giramos a la derecha por un camino aún peor. Niños de pocos años de edad acarrean agua desde el río o la fuente más cercana; garrafas mugrientas de plástico que a menudo han de arrastrar debido a su peso. El “driver” azuza mi mareo, ahora con una cassette de música árabe repetitiva. Me pregunto si tendrá la nariz tan grande de tanto sacarse mocos o se los saca con tanta facilidad porque la tiene grande. Lo que no consigo saber es dónde los está guardando. Paramos a mear y hacemos fotos a unos torreones de adobe que hay al otro lado del río. Las sabinas y algún que otro roble, todavía desnudo, salpican la ladera de nuestra derecha. Burros con cargas voluminosas que casi los ocultan, montes repoblados con pimpollos de coníferas, una construcción que parece un refugio de ganado con una parabólica en lo alto y poco más, son ahora nuestra escasa compañía. Me ausento dormitando para volver ya en torno a los 2500 metros de altura, sobre un páramo interminable. Atravesamos con dificultad un caótico mercado surgido entre unas pocas construcciones de adobe en el que se mezclan burros, tenderetes, vehículos y personas de todas las edades que nos miran fijamente con ojos de interrogación. Al diluirse me quedo con algunas sensaciones tatuadas: los silenciosos bebés mochila, ignorados por sus madres que nos miran de reojo y a veces saludan levemente, mientras trabajan en el campo o en el mercado, los burros que intentan decirnos algo siguiéndonos con la mirada y los niños pastores que corren tras el coche hasta que el polvo los borra de nuestra retina. Le pregunto al “driver” para animar la conversación ¿combien kilometres?, me responde siete, lo que quiere decir, traduciéndolo a los que conocemos, unos cincuenta. ¡Cómo conduce el tío!, si lo fichan los de “Red-bull” arrasan. Acabamos de encontrarnos en una curva sin visibilidad con una cosa enorme con ruedas y seguimos vivos. Cruzamos un río (en el coche, sí, en el coche, que es un mercedes…) y aparece un cartelito: “gîte 4 km”, o sea, 25. Ahora nos cruzamos con una pareja de turistas de mediana edad, pantalón corto, manga corta, piel quemada, cara de susto o quizá de colonizadores. Resultado: ingleses. Habrá que estar atentos los próximos años. Y es que estos se comportan igual en el Caribe, en el Tíbet, en Islandia o aquí; no cambian ni el gesto ni el uniforme, y siempre se olvidan la crema protectora. La música machacona del “bigote media luna” la tengo metida en la médula. Como no lleguemos pronto le voy a “comprar” la cassette. Pero me hace reflexionar que, cuando hace pocos días me preguntaban “¿dónde vais?”, y contestaba “al Atlas”, abrían los ojos, sonreían y nos espetaban “¡qué bien!”… Llegamos. El agua corre por todas partes, no en balde son ellos los que nos montaron las acequias en la península. Las mulas nos esperan pactando rodeadas de un grupo de hombres dejados caer aquí y allá. Un sinfín de niños revolotean a nuestro alrededor mirándonos con expectación. Una niña de a penas 2 ó 3 años tose constantemente de un modo que alarma. Se lo digo al grupo de hombres y, uno, que debe de ser el padre, responde orgulloso afirmando con la cabeza y con una sonrisa. Ha roto mis esquemas. Las mulas se llevan las bolsas grandes, una tienda de ellos y la comida; o al menos eso esperamos. Nosotros iniciamos la marcha a pié pasado el mediodía. El camino no tiene dificultad. Lo hemos cogido con ganas. Al atardecer, con la media luna en el centro de un cielo azul claro, llegamos a un refugio de ganado. Montan la tienda y nos sirven té. Nos dan a elegir para dormir entre la tienda y uno de los “refugios”, el otro es para las mulas. Cambiamos de opinión varias veces y al final nos decantamos por el refugio imitándolos a ellos, además de que la tienda tiene muchos agujeros. Seguro que no han elegido lo peor.

El lugar debió de ser un establo y quizás una casa, pero ahora son ruinas. Llegamos cansados y, una vez decidido el lugar donde descansar, unos minutos para observar el maravilloso cielo y nos afanamos en poner los aislantes, desenrollar los sacos y meternos dentro para enjugar el cansancio. Mientras, los guías que están en el fondo de este tubo de habitáculo, han encendido fuego y velas y continúan hablando, ponen música y se mueven de aquí para allá como lo haría un grupo de serpientes en su nido, por el poco espacio. A la luz de las escasas velas no se puede ver mucho más. Ni ganas. Sólo queremos descansar, dormir. Yo comienzo a decir en voz alta: “bon nuit, au revoire, à demain…” una y otra vez, si éxito. El murmullo continúa; aún así, alguno de nosotros ya duerme hecho un ovillo. Y cuan es nuestro asombro, cuando al poco extienden sobre la manta que nos separa de ellos, unos cuencos con sopa, una ensalada y el sempiterno artilugio de barro con forma de cono aplastado, que guarda en su interior verduras cocidas, legumbres y carne. A penas tomamos algo, sólo algunos, siempre dentro del saco, cuando conseguimos dominar el coro de nuestras carcajadas. No fue fácil. La cena. Se trataba de la cena que habíamos olvidado totalmente, al igual que la comida, y casi todo. Cuando comienza a clarear el nuevo día, un día limpio sólo encubierto por ese velo suave que produce la nieve al evaporarse, recogemos los sacos, desayunamos e iniciamos la subida ya con crampones. La nieve de la mañana está helada. Partimos de unos 2300 ó 2400 metros, hay una diferencia de 100 metros entre mi altímetro que mide por hp (hectopascales) y el de Mario que lo hace por GPS. Es de César parece que se queda algo por debajo, no sabemos si será porque las pilas están descargadas. Subiremos hasta los 3300 m salvando un desnivel de más de mil metros. La subida tiene tramos muy técnicos, son palas que hay que atravesar en diagonal (la pendiente es muy fuerte) y, conforme avanza el día, el sol blandea la nieve. En algunos tramos llegamos a hundirnos las piernas enteras, lo que hace más lenta la subida. Paramos a las 3 horas de camino para beber agua y tomar unos frutos secos que nos ofrecen los guías. Son una mezcla de cacahuetes salados, dátiles secos dulces y minúsculos trocitos de pan tostado. Los comemos con ganas y seguimos. Alcanzar el objetivo no se hace muy pesado, tenemos ganas. Arriba llegamos a las 12:45 (algo más de 6 horas de subida), en dos grupos, yo me he ido tras un guía que, no sé por qué razón se ha desviado del resto. Tengo algo de migraña pero se va enseguida. Nos quedamos en la solana para descansar y hacer la comida fuerte. Enfrente está el M’goun, majestuoso. La comida ya será igual todos los días: pan moruno con sardinas, queso y … poco más. Hoy le ponemos además tomate y cebolla que hemos encontrado semienterrados en la nieve, en diferentes lugares, unos tomates primero, una carlota, y unas cebollas después. Las cebollas están congeladas, perfectas para que no nos hagan llorar cuando las partimos. También disfrutamos de más ración de éstas porque a Pilar no le gustan. Para postre hay quesitos “la vache que rit” y “kiri”, quesitos que acabaremos odiando y a pesar de eso comiendo. Los restos de la comida los colocan sobre una zarza y le prenden fuego. Es normal encontrarte zarzas quemadas con una lata de conserva en el centro. Es la costumbre de los pastores (su reciclaje) que, al tiempo, les sirve para calentarse. También lo hacen sólo para lo segundo. En los instantes de reflexión horizontal que siguen a cada comida concluyo que este deporte no basta con que guste, tiene que apasionar. Si sólo gusta te puedes dar satisfacción con fotos, relatos y documentales; des sólo cuando apasiona cuando necesitas añadirle sufrimiento para que compense. Seguimos ruta y cuatro horas después estamos en el refugio de “Terkedit”(¿), la base para la posible subida al M’goun. Estamos solos: el del refugio, nuestros dos guías y nosotros cinco. Esto es una amplia meseta próxima a los 300m m de altura. Tengo migraña. Tomamos el té de bienvenida y colgamos las botas de un cable que hay sobre una estufa de hierro parcheada con papel de aluminio, en un rincón donde hacen tertulia los guías. Aún así, ya no volverán a estar secas en todo el viaje. De los calcetines mejor no decir nada. Las literas son de obra, con una pequeña colchoneta y el cuarto está helado. Decidimos por unanimidad dormir en el comedor, sobre los bancos o en el suelo. Antes, durante y después de la cena, una discusión entre el guía y nosotros sobre la subida al M’goun del día siguiente, que se prolonga durante 4 horas. Toda una estrategia negociadora propia de las mejores escuelas de Chicago, de Lyon o quien sabe si la de aquí, la del Atlas, la desconocida escuela Berebere. Una vez acabada, todos comprendemos por qué la UE pierde con ellos las negociaciones de la pesca y cualquier otra en la que se embarque. No subiremos el M’goun. Y lo peor es que no somos capaces de decir ni uno solo de los motivos o razones por lo que no lo vamos a hacer. Ha ganado el guía, y encima no lo parece. Salimos a la mañana siguiente, un poco alicaídos, con la moral algo mermada. Es muy temprano, aún no son las 6, hora del Atlas. Hace mucho frío a pesar de que el sol se levanta con fuerza. Nos quedan más de 10 horas para llegar a nuestro próximo destino. La nieve, al evaporarse, produce una calima que nos dificulta ver el horizonte con nitidez. Las montañas alternan el gris verdoso de la solana con el blanco de la umbría. Allá abajo se ve el río serpenteando. Al filo del medio día iniciamos el Valle Perdido, aún a 2700 metros de altura. Cogemos agua de una fuente, totalmente marrón por las lluvias de la noche anterior y le echamos pastillas potabilizadoras. Al poco, los guías corren tras una liebre que al final se escapa; poco después tras otra con la misma suerte. Como parece que esa iba a ser nuestra cena, creo que repetiremos otra vez sardinas con queso, porque ya no quedan tomates ni cebollas. Unas veces evitando el río, otras cruzándolo o siguiéndolo, superamos algunos pasos cuyo riesgo no valoramos y que yo valoro de alto. A las 5 de la tarde seguimos a 25 m de altura. Por fin aparecen las mulas allá en lo alto del horizonte, sobre una colina. Pero, atención, vienen sin alforjas… lo que quiere decir que de aliviarnos de las mochilas nada de nada. ¿Y qué puñetas pintan entonces aquí?... Antes de llegar a una “gîte”, en una pequeña aldea, tres privilegiados compartimos con los muleros los lomos de las tres mulas: Estelia, Pilar y yo. En cuanto anochece vuelvo a salir a contemplar el cielo. Es espectacular, tanta claridad sólo la he podido apreciar en el desierto, ni siquiera las noches que pasé al sur de la Patagonia. Los “carros” parece que se me vengan encima y observando con detalle, a penas queda algún hueco sin estrellar. Estrellas de todos los tamaños y de todos los colores adornan el infinito. Creo que aquí, lo mejor sería dedicarse a la astronomía, porque lo de coger liebres no tiene demasiado éxito. La casa en la que nos quedamos es de adobe, con un patio central. En el resto de las dependencias no sé lo que hay, quizá un lugar para cocinar, otro para las mulas… El escusado está allá en lo alto de la ladera, donde se encaraman las cabras buscando hierba, si vas un poco ligero, no llegas. Cuando me levanto por la mañana, nada más aparecer el sol en el horizonte, un niño de unos 10 años cava hoyos, está plantando olivos alrededor de la casa; mientras un señor que aparenta bastante edad, de cara enjuta y gesto petrificado, airea la chilaba corriendo tras las cabras en la ladera, espero que con buenas intenciones, pues estamos en primavera y ya se sabe… La mujer permanece en el anonimato, sólo la vimos ayer tarde de refilón. Me quedo unos momentos recordando el día de ayer, en el que todo pasó un poco sin pensar. Había llovido por la noche, y eso, acompañado del deshielo, hizo crecer el río que se dejó ir de forma turbulenta; es decir, turbio y con fuerza. Lo tuvimos que cruzar varias decenas de veces, incluso a veces seguirlo en las gargantas, andando sobre su lecho con el agua más arriba de la cintura. Nos cogíamos de los brazos para evitar que la corriente nos arrastrara, pero eso no evitaba que las botas se nos llenaran con las chinas que arrastraba la corriente, y las horas se alargaban interminablemente. También cruzamos varios poblados de adobe. En las orillas del río hay cultivos de huerta y árboles frutales, básicamente manzanos. Hay escuelas con la bandera del reino en lo alto, cerradas porque no tienen maestro (quizá los padres no pueden pagárselos), niños pastoreando las cabras y acarreando agua del río. Todos nos miran con curiosidad o con sorpresa, no sé descifrarlo. Les regalamos una botella de agua vacía y lo agradecen con el gesto como si fuera su regalo de cumpleaños. También encontramos alguna que otra “boutique” en la que venden coca-cola y poco más. Incluso un indicador que ofrece a 500 m ducha de agua caliente. Algunas de estas casas pueden prescindir en las largas noches de invierno de las velas, tienen en los tejados paneles fotovoltaicos, y también parabólicas, quizá sea esa la razón. En el Atlas, el tiempo es otro, el espacio es otro, aquí la física no es la misma. Unas veces se alargan los minutos como si fueran de goma suave y otras se manifiestan de manera fugaz. El espacio es también flexible, mucho y poco no significan nada, son palabras vacías. Las dimensiones son elásticas y caprichosas. Se llega cuando se llega y se tarda lo que se tarda, pero ni siquiera después de ocurrido un hecho se puede valorar. Por eso sin duda sobreviven impasibles sus escasos habitantes. Esperan nada y cuando nada llega continúan esperando. Viven con nada y esperando nada. Las estaciones se suceden como telón de fondo de una vida calma bajo un cielo vivo lleno de luz, de día y de noche. Vuelvo a mí. No me duele nada, es como si hubiera prescindido del cuerpo. Son las 5 de la mañana, después del té con galletas, lo que queda del pan del primer día y quesos Kiri, nos esperan 5 horas más de río, que nos pueden parecer 7 ó 10, depende. El río está hoy bastante más frío, cada vez que hay que cruzarlo de nuevo, es necesario olvidarse de la vez anterior, para alentar la esperanza de que haya mejorado. Pero todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, que decía Machado. Llegamos a otro poblado donde encontramos de nuevo las mulas. El Consejo del pueblo pasa junto a nosotros y entabla conversación con los guías, los niños nos rodean y miran con ojos de curiosidad; otros lo hacen desde lo alto de los montículos que nos rodean. Al final, una furgoneta Mercedes digna de ser declarada monumento nacional o trasladada al MOMA, consigue arrancar y nos ofrece sus asientos dejados caer sobre el agujereado piso para transportarnos a través de un conjunto de curvas en las que montones de piedras procuran que no nos despeñemos a uno y otro lado. Terraplén tras terraplén de este pedregoso, blancuzco y yermo suelo, nos cruzamos con algunas mujeres acarreando leña, burros esquivando piedras seguidos por un bulto que se cubre del sol, y niños corriendo tras de las cabras, hasta llegar a un estrecho asfalto, que aliviará temporalmente nuestra tensión. Rugiendo de forma atroz nos conducirá hasta otra furgoneta. Creo que sería un buen anuncio para la Mercedes. Con el conductor de esta joya no cruzamos palabra, y no por falta de iniciativa, pues César se devana en elogios a la decoración y en preguntas al habilidoso conductor, sin éxito; lo máximo un gesto, pero sin quitar la vista del camino y sin volver la cabeza, cosa que agradecemos. De lo contrario, este relato no se habría escrito nunca. Cambiamos de coche, volvemos al que nos recogió el primer día en el aeropuerto de Menara. Comenzamos a perder el tiempo, se paran y bajan al río a saludar a no sé quien… cuando vuelven les decimos que el avión sale a las 4 de la tarde y aún quedan casi 300 km, de los de aquí. Abandonan la idea de comer en Ouarzazate y ponen morro a Marraquech. El conductor se pone al volante y nosotros adoptamos un silencio sepulcral. Nadie se atreve ni a recordar los rezos que aprendió de niño. Repasamos en cada curva el testamento, sobre todo si coincide con un adelantamiento. Cruzamos poblados superando los obstáculos que taponan sus calles, sorteamos camiones, burros y bicicletas, y, cuatro horas después, a punto de tirarle al chofer el móvil por la ventanilla (es la enésima vez que atiende al aparatito), llegamos al aeropuerto con 8 minutos de tiempo para facturar. Al día siguiente, todo tan distinto, no sabemos si es mejor o peor que lo que hemos dejado atrás. Unos días de vivencias naturales, espontáneas, imprevistas y totalmente diferentes a las que estamos acostumbrados. Gracias a Estelia que aguantó todo el tiempo sin ducharse, a Pilar que nos cedió su parte de las cebollas, a Mario que lo tenía todo hilvanado y se dejó convencer por el guía para no subir el M’goun, y a César que mantuvo en silencio su tobillo y me recuperó el chaleco y el “W-T”. Pero sobre todo por su compañía, por su alegría, por los momentos difíciles y por las interminables carcajadas. Nos vemos en la próxima, esta vez en el “Campo de Marte”, que también hablan francés, aunque haya muchos más chinos que en el Atlas.

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