miércoles, 9 de septiembre de 2015

LA SELVA NEGRA

LA SELVA NEGRA

La denominada “Selva Negra” está situada al sur de Alemania, frontera con Francia y Suiza.
A decir verdad, ni es “selva” ni tampoco “negra”, a mi me ha parecido un gran “bosque verde”, pero para no hacer publicidad a una marca de productos de limpieza la voy a seguir llamando Selva Negra.
Le digo esto a un amigo que la ha visitado en invierno y me dice que a él le pareció muy negra y muy blanca. Volveré en esa época para remodelar la impresión que me ha dejado.
Voy a intentar no hacer comparaciones porque yo vengo del sur y los lugares los diseña el clima pero también (y mucho) la cultura y carácter de sus habitantes, y centro Europa es “otra cosa”.
Para intentar protegerla, sus gobernantes y los habitantes obedecen sin que les siga un servidor de la ley; no permiten que haya vehículos parados con el motor en marcha, los transportes públicos son modernos, frecuentes, gratuitos (también para los que se hospedan en sus hoteles) y eléctricos, hay prioridad absoluta para las bicicletas, la recogida de residuos está programada (no hay contenedores en las calles); y en otro orden de cosas, los servicios públicos son excelentes y usados por todos, sin importar su nivel económico. Me refiero por ejemplo a los polideportivos y piscinas públicas, que por cierto son espectaculares. A cambio no vi ni una sola casa con piscina privada; todo un ahorro de recursos.
También observé algunos detalles como la calidad, de por ejemplo el mobiliario de las terrazas, que parece que sea, y seguro que es, para “toda la vida”, lo que me hace pensar que no compran ni en Ikea ni en Leroy Merlin; pagarán bastante más pero eso tiene sus ventajas.
Vergüenza propia y ajena me dio ver que la mayoría de las casas tienen el tejado cubierto por placas de energía solar fotovoltaica (el coste medio de la energía en Alemania es la mitad que en España, contando que ellos utilizan mucho la madera para la calefacción en los pueblos, claro, pero es un dato humillante).
Y voy al viaje.
El primer día, al llegar a Frankfurt, preciosa ciudad, lo primero que me fijé fue en la gente, con el siguiente resultado:
Siempre he pensado que tenemos una tendencia natural a imitar al “poder”. Será por eso que no veía por todas partes nada más que “Ángelas”… ¿si alguien había diferente estaría oculto?.
Todos ellos rubios, serios y en posición de firmes; los que van andando van a paso marcial.
Bromas aparte, tampoco estuvimos mucho tiempo en la ciudad pues enseguida, guiados por una pelirroja holandesa, domiciliada en Cádiz desde hace 3 lustros y de nombre Ini, tomamos un autobús hasta Zell (a unos 300 km) donde nos esperaban unas camareras húngaras para servirnos una cena alemana (sobran los detalles) en el hotel Sonne, que creo que significa Sol, y que sería nuestra base de rutas de senderismo y visitas turísticas.
Con la barriga llega nos fuimos a la cama a media noche, inhabitual en estos lugares, mucho menos en mi caso, pero “es lo que hay”.
Como cuando escribo esto ya estoy de vuelta, me anticiparé diciendo que los esfuerzos de la guía y su ayudante por hacernos las excursiones agradables a “todos” (harto difícil pues somos 40) han sido superiores a los que ella ha hecho para aprender nuestra lengua. En su descargo tengo que añadir que tampoco Cádiz, ese paraíso del sur, es la capital de las conjugaciones verbales y la fonética castellana.
A partir del día siguiente, el 5 de agosto, que comenzó nuestra andanza por la mentada Selva Negra, las temperaturas no bajaron de los 25ºC NI DE NOCHE, llegando a ver en los termómetros más de 40ºC algún que otro día; y por supuesto que de llover NI UNA GOTA.
Las rutas escogidas además de muy suaves, la mayor cota no llegó a superar apenas los 1.500 m, y transcurriendo generalmente bajo el frondoso bosque centenario, poblado de diferentes especies: coníferas, hayas… y su duración entre 5 y 6 horas en los que apenas caminabamos una veintena de kilómetros. Así las cosas, dió tiempo a conversar a hacer fotos y a recrearnos en los tentempiés y en algún que otro relax.
Fue un placer observar que el bosque crece mudo con un potente geotropismo negativo, que sorprende por su empeño en impedir que el sol llegue a la tierra; a pesar de lo cual ésta le corresponde con una vegetación variada en la que predominan los helechos.
Pudimos admirar restos de antiguas civilizaciones celtas cuyos poblados, altares o edificios principales estaban sabiamente construidos con piedras engarzadas con troncos de madera. Intenté medir la energía que todavía allí permanece y me impresionó el resultado. Cada vez que visito un lugar así me convenzo más de que somos cada día más ignorantes; y lo que es peor, nos sentimos orgullosos de ello.
Me viene bien caminar de vez en cuando con otros que no tienen como objetivo llegar al final cuanto antes, entre otras cosas porque su final, y ahora también el mío, no se encuentran tan alejados como yo estoy acostumbrado que esté.
Fotografíé saltamontes verdes, nidos de hormigas con sus huevos (la primera vez en mi vida), árboles que se elevabann más de 20 metros y las empalizadas rectas de sus troncos cuando allá en el fondo puede penetrar algún rayo de sol.
Contra lo que pudiera parecer, el agua (las fuentes) escasean en las rutas, por lo que hay que ir bien provisto. Cuando alguien olvida ese principio fundamental del senderista y montañero, ocurren accidentes con consecuencias no previsibles. Mis colegas tuvieron que hacer cola en una granja pidiendo agua. En las granjas sólo están obligados a atender a un máximo de 3 personas, pero en esta llenaron la cantimplora más de 30. Cuando acabaron de abastecerse le cantaron al granjero “adiós con el corazón…” , dos gestos bonitos que observé desde un altillo con más de un litro (de agua) todavía de reserva en mi mochila.
La selva está salpicada de granjas, aunque no muy frecuentes, de claros en los que se cultivan frutales y de algún pequeño poblado. También hay numerosos crucifijos de tamaño casi natural.
Las indicaciones en los cruces de caminos y sendas son excelentes, con distancias y tiempo estimado.
El pueblo desde el que partimos diariamente, Zell am Harmersbach, no tiene nada de particular salvo una fábrica de cerámica. Permanece mudo y sólo le devuelve la vida el paso intermitente de algunos vehículos durante el día. Tiene un supermercado y una estación de servicio a las afueras; y, un poco más allá, el polideportivo con tres espectaculares piscinas de acero inoxidable en cuyos trampolines y toboganes algunas tardes pudimos disfrutar compitiendo con adolescentes. Al final, allí mismo, reponíamos energías a base de, cómo no, salchichas y excelente cerveza.
Otros días cenaba en el pueblo con unos u otros compañeros; bien junto a la torre de las cigüeñas, al borde del canal o en un restaurante griego atendido por griegos cuya cocina responde por cierto con fidelidad a su origen.
Uno de los día, Ini, la guía, nos alertó de una “fiesta alemana” junto al cementerio y allá que nos plantamos unos cuantos. El lugar elegido era excelente, sobre todo porque los decibelios no había riesgo de que molestaran a los vecinos. Escuchamos música en directo de un grupo que intentó complacer a todas las edades y continentes, sin temor a recibir solanáceas a cambio; la compensación se limitó a pasar después el sombrero.
Las bebidas nos las facilitó un kiosco a precio “centroeuropeo” pagando el correspondiente euro por el envase, fuere el que fuere, que luego devolvían con el retorno del mismo. Un modo convincente de que no quedaran restos de la fiesta sobre la hierba que nos sirvió de reposo.
Alguien incluso improvisó un baile, nada ajeno a mi persona, y hubiera ido mejor de tener las pernas adaptadas a las irregularidades del terreno como los rumiantes autóctonos. Buena velada, aunque breve pues a eso de las 10, allí no queda nadie ni en las fiestas.
Me sorprendió que algunos restaurantes exhiben crucifijos e imágenes religiosas por doquier, comportamiento cuya justificación no he sido capaz de entender. Pero es lo que es… ellos sabrán, o no.
Por otra parte el servicio de la hostelería “propia” se colapsa con gran facilidad. Probablemente influye que mientras no acaban con unos no comienzan con los siguientes, y que tienen por costumbre hacer cuentas separadas SIEMPRE, con todo lujo de detalles. Claro que estos comportamientos deben de ser de los pequeños lugares, porque no los he visto ni en Berlín ni en Hanover ni en ninguna otra gran ciudad alemana.
Una de las visitas diferentes al senderismo habitual que realizamos uno de los días fue al lago Titisee, junto al pueblecito del mismo nombre. Se trata del lago más grande de la Selva Negra y está explotado turísticamente de forma absoluta: tiendas, restaurantes, hoteles, paseos en barca o ferry, y todo lo imaginable. Aún así, fuera de los meses centrales del verano debe de ser agradable para pasar una semana.
Allí me encontré varios autobuses de españoles cuyos conductores me confesaron que venían contratados por agencias turísticas. Esos son los viajes los que yo ¡adoooroooo!.
El día que vuimos a Friburgo (o Freiburg) tomé la foto de un termómetro a poco más de las 2 de la tarde con 41ºC. Ni aquí es agradable tanto calor. Que se vayan acostumbrando que el problema es y va a ser de todos.
Una curiosidad de esta ciudad es que las calles del casco antiguo están flanqueadas de canales por los que discurre el agua. La gente mete los pies para refrescarse, los niños hacen navegar pequeños barcos de madera que, muy oportunistas, venden en cada esquina, y los turistas despistados caen batacazos (¡pobre Mariluz! ¡qué hostia!).
Y más de lo mismo: que si la catedral fue la más alta hasta no sé que siglo, que si la ciudad fue conquistada por unos y luego por otros, que si guerra de sectas de una misma religión por aquí y guerra por allá (aquí no llegaron los moros, y no sé si Asterix…), y matanzas al estilo humano, etcétera.
Hoy en día goza esta ciudad de un lugar privilegiado y de un clima asumible aunque vean el sol con cuentagotas en invierno. Pero todo no puede ser.
Los tranvías se deslizan dulcemente , los músicos tocan sus instrumentos en algunas esquinas (uno de ellos es de Barcelona) y las sillas y mesas de los bares, heladerías y cafeterías reposan sobre los adoquines de sus plazas atendidas por italianos malhumorados o por venidas del este con ambos faros de Alejandría encendidos (¿estará en el contrato?).
En los museos hay más cuidadores que obras, algunos de éstos últimos fuera de edad laboral con toda seguridad. Todo un misterio.
En algunas esquinas se mendiga con atuendo digno y con mucha discreción, dejan alguna montera delante y mantienen la vista triste y perdida entre las piernas de los transeúntes. En fin, una ciudad cuyo centro es de artesanía y funciona como una máquina pesada con la grasa justa para que no chirríe y con el alma olvidada en algún remoto rincón, que parece no haberse desprendido de los viejos rencores de sus luchas de religión, que es como decir económicas, sin duda.
Las entidades financieras (todas, aquí aún hay pequeños bancos y cajas de ahorro) abren por las tardes y los sábados. Ojo al parche.
No sólo en los pueblos sino también en las ciudades es todo monolingüe; sorprende encontrar a alguien que hable o siguiera entienda en francés, cuyo territorio está a pocos kilómetros; quizá algo más algunas palabras en inglés, pero tampoco demasiado.
No quiero parecer negativo, la limpieza, sin duda resultado de una educación de la que gran parte de la humanidad carece, es admirable. Limpieza no es sinónimo de limpiar sino de no ensuciar. Aquí es así.
Otros permaneceremos durante mucho tiempo todavía, quizás eternamente, en la “otra” Europa.
El día que subimos al Feldberg, el pico más alto de toda la Selva Negra con unos 1500 m, no sin incidentes curiosos de pérdida de colegas (vamos, como perderse en un supermercado, más l menos), durante el largo rato que permanecimos en lo alto, se me ocurrió, continuando con la imaginativa publicidad de un panel que allí reza que se puede ver el Mont Blanc, decir “allí, entre aquellas colinas y aquellas otras, ved”, con tal acierto que varios de los que lo intentaron llegaron a verlo, y eso que aún no nos habíamos lavado los ojos en las fuetes del Monaterio de santa Odile.
Al día siguiente lo visitamos (el Monasterio de santa Odile), que es la patrona de Alsacia (¡qué sería de pueblos y ciudades sin un patrón o patrona!), cuya historia es conmovedora, tanto que no estoy en condiciones de yo ahora… (está en Internet), y después el pueblo de Obernai. Ese mismo día, por la mañana, atravesamos un sendero en el que un imaginativo artista ha aprovechado la tala selectiva para a golpe de hacha inmortalizar a algunas especies de animales frecuentes aquí, y que de no ser así no hubiéramos visto en todo el recorrido. Buena idea eso de que no puedan huir.
Descubrimos que por aquí también pasa el camino de Santiago; gran senderista el tal Santiago.
El pueblo ha respetado su estructura medieval y la ha aprovechado para vender de todo, bueno, de todo menos adosados y campos de golf… cada uno elige su presente y condiciona su futuro.
Otro día visitamos Strasburg (Estrasburgo, que la estupidez de traducir nombres propios no deja títere con cabeza), ciudad del “parlamento Europeo”, que resulta ser un organismo que cuesta un güevo a los europeos aunque no sabemos para qué sirve. Todo sea porque quienes no sirven para otra cosa vivan como dios. Lo vemos desde lejos mientras paseamos en un paquebote de esos de río, cerrado herméticamente por arriba y por abajo, de tal modo que si por una de aquellas naufragáramos daríamos titulares a la prensa mundial durante varias semanas. Aquí todo está pensado, no hay que dejar ni un cabo suelto.
La ciudad está secuestrada por la pasta que genera el organismo mentado, pero aún así es limpia, está surcada por unos aerodinámicos y silenciosos tranvías y resulta un paraíso tanto para el ciclista como para el peatón.
Un icono de la democracia civilizada controlada por los “poderes” del mundo occidental.
Aún así, ya la quisiera yo para sustituir a la mía.

Y, más o menos, con esto y un asiento de vuelta en un excelente 787 nuevecito de LAN, líneas de Chile, aterrizamos en uno de los aeropuertos con más nombres del planeta (hasta tres), propuesto para el premio de “nombre gilipollas” patrimonio de la Unesco.



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