domingo, 27 de noviembre de 2016

San Sebastián - San Sebastián

Tras cruzar las bellas tierras navarras, Guipuzcoa me recibió con esa lluvia que sorprende a golpes intermitentes, con su cielo gris y su pavimento acharolado; ese que hace que parezca que todo es doble y la mitad invertido.
Instalarme en la bici fue más complicado de lo previsto, primero porque esperé a que amainara, y segundo porque el aparcamiento me resultó lo más parecido al laberinto de la rata. Hubo un momento que como ella me sentí atrapado, pero como no me rindo, al final salí. Confieso que lo volvería a conseguir, pero no del mismo modo, con seguridad.
Para atravesar la entrada que a modo de ría forma Pasajes aún hube de echarme la bicicleta a lomo unos cuantos escalones. Por alguna razón la rampa está cortada y espero que nada tenga que ver el que yo tenía que pasarla, aunque después de lo del aparcamiento: no sé, no sé.
Llegar a Errentería ya fue más fácil, no así alcanzar mi destino final en ese particular lugar, pues nada menos que me lo situaron en lo más alto. Según los preguntados: ahí delante. No les guardo rencor porque ninguno dijo: ahí abajo.
La tarde se reencontró conmigo, entre la Concha, el Casco Viejo y sus crianzas, no exentos de cierta chulería los crianceros.
Antes intento rodear El Peine, que trabajo tiene hoy, pero hay unas obras que me lo impiden.
Cuando el sol ya ha huido por mi espalda me vuelvo a la guarida; pero no debe de ser muy tarde porque Arzak está todavía iluminado, y esto ya es un poco Europa.
El último día de mayo es un disfrute para los amantes de las buenas olas. Los cuerpos, de ambos sexos, envueltos en los neoprenos mojados invitan a la fotografía y no defraudan.
Me queda tiempo para visitar las exposiciones del Cursaal, una de ellas de un hermano de Chillida, que era pintor (ahora me entero).
El resto de la mañana paseo por una parte de la ciudad que nunca había visitado y juego a diferenciar por los rasgos quienes son oriundos y quienes no. Los que más fácil me lo ponen son los orientales y los pakistaníes.
Por la tarde ya somos 6, por lo que toca dejarse llevar, sobre todo por quien vio la luz por primera vez en esta ciudad.
Y he aquí que estrenamos el mes dedicado al dios Juno con la primera etapa. Con tiempo un poco brumoso y un paisaje de fondo gris perla, que se mezcla con los verdes húmedos de la vegetación, pedaleamos durante casi dos horas en dirección a Ondarríbia.
Pasear su casco antiguo, al tiempo que le pedimos al hambre que espere un poco, es uno de los placeres urbanos más interesantes de este país. Es un lugar tan singular como exclusivo.
Luego compensamos a la paciente con una “trainera”, que no todos pueden acabarse. He llegado a pensar que cuando es para ellos, nada que tenga que ver con la comida lo elaboran tan exagerado; que es algo que hacen para intimidar.
Al llegar llamé a la mujer que había en el bar por su nombre, lo que le hizo abrir los ojos de par en par y quedarse muda. Luego pedimos, comimos y bebimos; cada uno hasta que pudo, como dije antes, pero al ir a pagar volvió a preguntar cómo sabía yo su nombre. Hubiera seguido el misterio si el oriundo no la hubiera sacado de dudas, diciéndole que había sido en el centro del pueblo donde nos habían indicado el lugar y su nombre.
Lástima, porque me encanta el misterio. ¿Qué es la vida sin misterios?...
Como curiosidad, fue justo en la parada de autobús que hay en la acera de enfrente de este bar, donde ya hace algunos años, una noche lluviosa, permití que se expandieran todos los gases de mi cuerpo, hasta el punto que al día siguiente hube de comprarme otros pantalones. ¡Qué coincidencias!
Horas después con más de 50 kilómetros de carretera bajo las ruedas, tras sortear algunos altillos y un tráfico incómodo con pocas ganas de colaborar. Cierto que estamos en el país gabacho y no hay que olvidar que llevan tiempo compitiendo con los sicilianos a ver quien conduce peor. Ya han olvidado que inventaron el código de la circulación, salvo que su intención fuera tener algo que saltarse.
El hotel que nos acoge en San Juan de Luz es agradable. Una vez más me sorprende que quienes lo atienden sólo conozcan su lengua materna. Cada vez tengo menos dudas de que fue en centro Europa donde se erigió la Torre de Babel, porque la misma sensación la he tenido en la Selva Negra, donde en ciudades que han sido alemanas y francesas varias veces, sus habitantes hablan una sola lengua sin entender de las más próximas ni siquiera el saludo.
No debo de ser yo buen entendedor, porque mi vara de medir es tan diferente que no dejo de sorprenderme aquí y allá.
Cuando escribo esto acabo de llegar de Paris donde me alojé con otros colegas en un hotel que ya no estaba en Paris. Claro que ir y venir una o dos veces al día nos costaba más (amén del tiempo), que si nos hubiéramos alojado entre el Maxim y Le Martignon. Pues igual me pasa con la comida, buscar durante una o dos horas el menú más barato es azuzar el riesgo de tener que engullir los restos del día anterior de un bareto que está a punto de dejar caer la persiana. Así entiendo a quien dice que “como en casa en ninguna parte”.
Pequeños detalles aparte, San Juan Luz es una villa atlántica que tiene encanto. Es País Vasco, francés y peninsular, me gusta. Sus gentes no sé, todavía no me han dejado que les conozca. Algunos que creía que sí me estoy dando cuenta que aún no; y no sé si lo conseguiré.
El siguiente día partimos del nivel del mar, y eso se nota porque ya el primer kilómetro hay quien ha de empujar a la bicicleta porque sola no quiere avanzar. Cuando a pocos kilómetros, en un cruce y tras haber bajado una fuerte y pedregosa pendiente, aparece un letrero que marca más de 900 metros de altitud, se entiende el sufrimiento anterior. Un tobogán en el que lo de menos eran los descensos nos ha traído hasta aquí.
Poco después, paramos en  Zucarramundi a tomar un poco de queso con tortilla de chistorra. Y, cómo no, dejarnos rodear de la energía de sus brujas, que se sienten aquí y allá.
La fuente de la Herriko plaza nos da buen agua y una llovizna suave nos alivia un poco el esfuerzo de la mañana.
Al llegar al caserón que nos acoge, que huele a carcoma y humedad, siento que desde Zucarramundi venimos acompañados. Y eso le da más ambiente al lugar, apegado a un pasado que ya no existe porque se ha olvidado de si mismo.
Es tan grande y tan viejo que resulta imposible apreciar si retiene algo de la belleza de lo antiguo.
El ama desaparece y sólo vuelve a aparecer a la hora del desayuno. El pueblo está desierto; sólo un tractor cruza el pequeño puente romano que hay frente al caserón. La fuente de la plaza gotea cansinamente su agua fresca, fija en el agujero que la engulle apenas caer. Todo es una foto fija que sólo se altera con el chirriar de las bisagras al abrir y cerrar la puerta de la verja que nos separa del empedrado irregular de la calle, camino o carretera.
Sí, han venido con nosotros, no tenía dudas pero ahora estoy seguro.
La noche deja paso a un día al que no dan la bienvenida ni el canto de los gallos. Todo sigue igual, inmóvil.
El desayuno me despierta para poner las alforjas a punto y continuar el camino. Apenas 30 kilómetros en los que hay que incluir casi 500 metros de subida y un tercio de bajada, para arribar a lo que fue la puerta de Navarra, San Jean Pied de Port.
Aquí, la última vez que estuve venía del balneario de Cambó les Banys, y me encontré con la Feria del “Gateau, salé y sucré”; donde por suerte no faltaba el buen vino. Tengo buen recuerdo de aquellos días.
El alojamiento está frente a la iglesia de un barrio que hay a la entrada del pueblo, y pegado a ésta el cementerio, como corresponde. Desde el balcón, con un poco de pericia, podemos contar las cruces que marcan los enterramientos, y si es noche de luna nueva, quien sabe si los calores del verano no nos pueden obsequiar con algún fuego fatuo. Si así fue me lo perdí, vencido por un sueño dulce, y eso que ni aquí he conseguido las famosas “lacajou” que tanto me recomendó Armand. No sé que pasa que o no las conocen o se han agotado.
Junto a mi cama, dejada caer sobre una estufa apagada hay una foto en blanco y negro con un mensaje maravilloso, imposible de describir. No me canso de mirarla; es una lástima pero me la tengo que quedar para mi solo.
Bueno, aunque ya me doy por dormido, volveré un poco atrás para recrearme en los paseos de la tarde por el pueblo. Porque éste San Juan Puerta de Navarra, o no es como yo lo recordaba o quizá y más bien ya no me acordaba de él, como corresponde a mi instintiva costumbre de recordar sólo algunas cosas de las que veo o vivo.
Su Ciudadela, sus murallas y otros restos recuerdan que fue centro y motivo de luchas entre los reyes y nobles franceses y españoles; eso sí, ellos cada uno en su castillo y a partirse el cobre los de siempre. Pero todo ellos hoy es simplemente un espacio para los negocios de hostelería, los souvenirs y otras varias tiendas con productos para acumular en la cintura, en el culo o en otros lugares detectables hasta en las fotos carnet, depende lo que le toque a cada uno.
Los días que paso en grupo son para mí días de convivencia y de aprendizaje. Somos animales sociales que si no practicamos nos quedamos sólo con la primera parte.
El enriquecimiento personal viene siempre desde la humildad, que nos humaniza y nos hace más tolerantes.
Y hoy, que ya es otro día, toca llegar a Roncesvalles. Ahora sí por camino, camino, camino. Que como estamos en plena ruta jacobea, en el llamado Camino francés, son numerosos los albergues, recuerdos y carteles alusivos, que nos aparecen aquí y allá. Sin hablar de los peregrinos que se dejan ver con vieiras colgadas al cuello y diferentes atuendos. Algunos deben de hacer el camino a lomos del Ave Fénix, al menos eso parece a juzgar por la imagen que ofrecen.
La Colegiata de Roncesvalles, en la que me entretengo bastante tiempo, merece un viaje exclusivo para ella, e incluso un libro extenso. Una obra gótica maravillosa que reúne toda la magia de esa arquitectura: su armonía, su técnica y su “magia”.
Pero fuera de esto, Roncesvalles no va más allá de unos cuantos edificios arropando a la Colegiata y nada más. La historia se guarda para sí todo lo demás.
Al atardecer hace frío; lamento no haber cogido algo de manga larga para dar el paseo y estoy deseando volver.
El día siguiente amanece igualmente gris y lloviznando. Salimos temprano carretera abajo hasta encontrar el camino que vamos a compartir con los peregrinos.
Un sube y baja constante, pedregoso y a menudo que avanza el día más concurrido. Grupos interminables de personas de todas las edades, nacionalidades y colores. Van andando, en bicicleta y a caballo.
Con algunos entablo conversación al parar a beber agua en una fuente o a tomar simplemente un respiro. Dos mujeres jóvenes vienen de Hungría, otros dos hombres de Suiza, un grupo de franceses y así interminablemente.
El barro, la llovizna y las pendientes no nos impiden llegar a Pamplona a buena hora.
La mano me duele cada vez más. Sé que he venido con el quinto “meta” roto aunque no desplazado. Voy apoyándola en el manillar desde el primer día, con la arte de la palma de la mano que hay junto al dedo gordo, también llamada “monte de venus”; así es que decido ir a la estación de autobuses (no hay tren) y comprar un billete para San Sebastián. No más sufrimiento.
Al día siguiente me levanto antes de que nadie haya despegado los ojos. Salgo con sigilo y pedaleo hasta la estación subterránea donde están los autobuses.
En San Sebastián almuerzo. Luego me voy rodeando la costa y a continuación por un carril bici que acaban de inaugurar, cruzando un parque hasta Pasajes.
A medio día ya estoy frente al garaje, saco el coche y comienza a diluviar. Espero en el coche hasta dos horas, las de más lluvia, y voy después a devolver las llaves del garaje a los amigos que me las prestaron.
Como en un bar cercano y emprendo la vuelta a Valencia.
Al acabar de cruzar las bellas tierras navarras ya es de noche.

Sí, “Era de noche, y sin embargo llovía”

Junio_2016 # El Guerrero del Antifaz ©



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