miércoles, 14 de septiembre de 2011

Una historia, y pico

Era viernes, un día cualquiera de un mes cualquiera, de un año cualquiera. Tras rescatar a casi todos, a unos de la cama, a otros del ascensor o de las escaleras de una plaza desierta, íbamos a intentar disfrutar contándonos historias pasadas y proyectos futuros. Incluso si algo no iba bien, seríamos capaces de percibir el presente.
El largo camino, sembrado de rádares, no ofreció suficiente para abarcar el relato de los innumerables cambios que, los días previos, habíamos expresado la mayoría respecto del viaje. Lógico por otra parte al tratarse de adolescentes emboscados tras más de medio siglo de existencia. Todos conscientes de la brevedad de los efluvios hormonales, prestos a ser aprovechados. ¡Ahora o nunca!

Durante el viaje, sí que hubo un instante en que se percibieron los dulces cantos de Anna Netrebko interpretando La Traviata, pero poco más (¡bájalo un poco, que no me oigo!); el resto del fondo musical quedó para las llamadas de los teléfonos móviles.

Hasta aquí, todo según lo previsto.

La naturaleza es capaz de absorber todas las energías extrañas, pero esta vez hubo de aplicarse a conciencia. No fue fácil sensibilizar al grupo ante una sabina en fase pre-otoñal, un pino negro vigoroso o unos buitres acechando a su presa. Mucho antes estaban los objetivos de un cortejo tardío o del protagonismo que nos devuelva la confianza.

Ya a la vuelta, algunos fueron conscientes de que habían vivido a más de 2000 metros de altitud, en una noche limpia, el último plenilunio del verano (¡lástima que nadie nos lo dijo!). Fijos los ojos en el solaje de la última cerveza y pendientes de los leves pinchazos con que nos obsequiaban nuestros gemelos, hacíamos esfuerzos por acordarnos dónde estaban los tapones que nos iban a permitir dormir esa noche.

En el refugio tuvimos que luchar a codo partido con los gladiadores de “carros de fuego”, que con su corbata y note-book en la mochila; con los calcetines térmicos, la crema anti-estrés y el culo de diseño, pugnaban por conseguir un diploma de su aventura en bote, para ponerlo de salvapantallas, y también para tener argumentos con los que machacar a los de abajo del escalafón, la semana siguiente en su puesto mileurero; eso sí, con promesa de ejecutivo-jet.

Pero nosotros a lo nuestro. Al día siguiente, fijos los ojos en el culo del otro sexo, avanzamos sin método ni criterio durante horas y horas entre piedras de decenas de toneladas, hasta que de forma espontánea, a algunos se nos apareció la cima. Nada menos que 2960 metros, según el Instituto Geográfico Nacional, otros lo reducen a 2938. Habrá que discutirlo, no hubo tiempo para medirlo.

La montaña lo da todo sin pedir nada a cambio. Nos regaló sus innumerables lagos ofreciendo un fondo verde ya otoñal, sus líquenes sedientos y el silencio del suave viento deslizándose entre las piedras.

Atrás quedaba el recuerdo de una piedra asesina rodando monte abajo, de una estúpida torcedura que mermó lo más valioso del grupo y algún que otro percance, que hubiera sido fácil de resolver en la Francia de 1789, pero que ahora cuesta más. Por eso se quedó pendiente para la siguiente excursión.

La bajada fue más amable, a pesar de hacerla también ayudados de los pies. Y ya de nuevo en el refugio, algunos agradecieron en silencio el esfuerzo de quien es capaz de agrupar a once seres humanos, así como a otros que, mucho más en silencio, son el soporte del grupo.

Corrieron por las gargantas líquidos dorados y negros, que abonaron sueños violentos que agradezco que quedaran sólo en eso, en sueños.

Enseguida, unos comenzamos a pensar en la próxima, otros en la anterior, pero todos liamos el petate y pusimos rumbo al pasado.

El románico de Taüll puso la guinda en una excursión que pasará a la historia. Fue de esas de las que, si algún día alguno de nosotros se va de la tierra, cosa que dudo, al final del túnel se encontrará con el Gran Tuc de Colomers, en una posición arriesgada y con cara de estar recibiendo un premio en telecinco en hora de máxima audiencia.

A media noche ya estábamos bajo las amarillentas luces de la ciudad, soportando el calor del final del verano.

No hago mención a prendas de ropa interior, porque eso requeriría un relato aparte.

[Se lo dedico a Michel Houellebecq, de quien estoy loca, y espero que temporalmente, enamorado. A 9, 10 y 11 de septiembre de 2011]

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