lunes, 26 de septiembre de 2011

Las Pitiusas

Antes de partir me someto a un riguroso entrenamiento, pues tengo que estar en condiciones de sufrir el maltrato habitual de los aeropuertos, sus colas, sus codazos, y la mezcla de olor entre sobaco y desodorante a que me va a someter la persona que me toque en el nicho de al lado, mucho más si como es mi caso, su hombro queda a la altura de mis narices, de tamaño considerable (para algo que uno tiene grande, por qué no presumir).
De entrada me han obligado a quedarme en ropa interior y poco más, porque al parecer algo hace pitar al escáner. Una supuesta “gorila” con algún que otro gen defectuoso, me pasa un enorme consolador por aquí y por allá, lo que me hace temer un arrebato que no sea yo capaz de evitar, y cuyas consecuencias podrían ser graves; quien sabe si hasta sexualmente.

Ya volando, por corto que sea el viaje, si alguien tiene la curiosidad de levantarse y mirar hacia atrás, podrá disfrutar de una vista de panquemados babeantes, cabezas colgando a pique de quebrarse el cuello y, como mucho, alguna excepción que sumerge la mirada en el comecocos del móvil o en el note-book, que ahora mola.

Cuando se oye el claqueo de los cinturones y la música de los móviles al conectarse es que hemos llegado. Algunos aplauden, aunque lo que correspondería es hacerle “soplar” al piloto, un irlandés que acaba de conseguir aterrizar con una sola rueda. Yo prefiero al piloto automático.

Ya en la más grande de las pitiusas, pienso que “vemos el mundo como nos han dicho que lo tenemos que ver. Y si en algún momento nos asalta la tentación de verlo como realmente es, nos revelamos contra nosotros mismos.”

Echo una mirada a mí alrededor y no veo nada más que “ninis”, y apuesto a que en los equipajes de este vuelo hay más condones que en todos los sex-shop de la ciudad. Si alguien tiene dudas, no tiene nada más que echar una ojeada a la ropa interior que hay a la vista y a los efluvios que se elevan cuando se alzan los culos a coger las mochilas.

El género femenino supera al masculino en más de 2 a 1, aunque he visto proporciones más relevantes.

Yo salgo de la terminal en cuanto puedo, justo detrás de los que van directos a la calle a ponerse la primera dosis de nicotina.

Ya afuera, me detengo a mirar al mar. Con el mar ante mis ojos todo cambia de color, y si ese mar es el Mediterráneo, la singularidad se eleva considerablemente. Los franceses son los que más se han aproximado a ponerle nombre a su color. A la costa que lo baña le dicen “D’azur”; todo menos “blue”, porque no es un solo color, tampoco una gama. Tiene tantos colores y tantos matices que parecen cambiar cada parpadeo.

El barco que nos acerca a la otra pitiusa, la más pequeña, va escoltado por unos delfines, ajenos al cabreo que le provocan a un alemán que al despertar de su sueño, ya no consigue verlos. Pero da igual, cuando vuelva de vacaciones tiene decidido que dirá que sí, que incluso estuvo jugando con ellos todo el viaje. Son cosas que pasan cuando se cuentan las vacaciones a los amigos.

También a esta isla el ser humano le ha faltado al respeto. Lástima que no pueda haber marcha atrás.

Los que aquí vienen lo hacen de vacaciones y, como todo el mundo desarrollado, intentan encontrar el modo de dar rienda suelta a sus instintos o de ahogarlos en alcohol. Unos lo plantean a partir de la imagen, otros optan por la tarjeta de crédito. La última es menos sacrificado mantenerla en el tiempo, porque los niveles de exigencia son variados.

Me pierdo en la isla, casi toda ella parque natural [definición de parque natural: avocador de basuras y residuos alrededor del cual (y también dentro) se construye salvajemente, atraídos por el romanticismo de su rotulado y ajenos a los mosquitos y otros insectos que lo invaden].

Y nunca mejor utilizado el verbo perder, pues he recorrido decenas y decenas de kilómetros (la isla tiene 19 de larga) tejiendo y destejiendo sus caminos polvorientos durante tres días, para finalmente conformarme con “lo posible”.

Los antiguos albergues de payeses convertidos en tostaderos de tocino centroeuropeo, los hoteles de los caciques del archipiélago y la maraña de muros de piedra pura dejan poco margen a la aventura.

Ni una sola persona he encontrado caminando por sus rutas (en realidad mis rutas, sólo mías), en todo el tiempo. Prueba de que sean quienes sean los que aquí viven o vienen, mantienen un nivel de cordura elevado, nada comparable a mi caso que, por otra parte esto me confirma que no tengo solución a corto plazo.

Mi contacto con los pitiuosos es muy escaso, casi todos son italianos descendientes de piratas o mafiosos (cual peor), argentinos que todavía huyen de la dictadura o del trabajo y falsos hippies con la piel amojamada que buscan flores por las playas para adornarse el pecho.

Una anciana me llena la cantimplora con agua de su aljibe, interrumpiendo para ello su labor de pelado cebollas para el invierno, un pescador me asa un trozo de gallo (clase de pescado de poca calidad) que ayer picó su anzuelo, y un artista cerámico me dedica en su taller una larga plática sobre su vida. Va recordando con la misma lentitud con que acaricia a sus gatos, con cariño y nostalgia, sus años en los pirineos, con ese frío que él no conocía, los largos días y semanas encerrado junto al fuego y, finalmente, cuando su barba se ha vuelto blanca, ha decidido su retorno a los meses de sequía y a conformarse con dejar que su mirada se pierda en el trozo de mar que se ve desde su cabaña, mientras cuece cerámica en su horno moruno. Dice que ya no va a pescar porque no hay peces, a penas rascasas, mabra y algo de gallo. Luego calla, mira a un gato romano que tiene entre sus zompos dedos y me espeta que soporta mal los meses de verano, porque es cuando llegan en masa los visitantes destructores. Y añade: “y eso que están de vacaciones y vienen en son de paz. Qué sería si vinieran en son de guerra”. Acabando con una sonora carcajada.

Sus cerámicas son la isla que recuerda y que todavía vive en su memoria y en la retina de sus ojos: peces, barcos, mares azules, cielos en todas las tonalidades, incluso algunos pájaros, aunque no abunden por aquí.

Me despido y vuelvo a más de lo mismo, un ambiente en el que contrasta la lentitud de los movimientos de los que aquí viven con la invasión de motocicletas y automóviles. Cada cual ejerciendo su poder.

La calle luce con orgullo sus tatuajes, cada vez más extensos y cada vez con más colorido.

En la ocupación del territorio, el ser humano aplica toda la crueldad que se le permite, a la hora de ejercer la estupidez de la propiedad privada y de situar sus límites.

Las islas han sido y son un referente para el hombre. He ahí el tópico de “perderse en una isla desierta” y otros parecidos. A menudo nos olvidamos de que somos seres sociales, y que hasta Robinson Crusoe tuvo que inventarse a Viernes (¿quién no necesita un viernes en su vida?). Se pueden ver muchos por aquí. Todos ellos viernes inamovibles que no superan la media noche, quizá por eso necesitan tatuarse la piel o los huesos.

Pero como no he venido aquí a hacer un análisis sociológico de la isla y de sus habitantes, si no a andar, continúo poniendo un pie delante del otro, un día desde El “Far de la Mola”, la parte más alta de la isla, con un acantilado recto a cuya escarpada costa sólo se puede acceder desde el mar; y desde el que busco la costa sur, para continuar hacia el oeste, en concreto hasta la “Torre des Pi des Catalá”, y de allí vuelvo al origen de todas mis rutas, a Sant Ferran de ses Roques.

Otro día parto en dirección norte, hacia la “Torre de sa Punta Prima”, y desde allí recorro la franja de arena que separa “l’Estany Pudent” del mar, llegando hasta “es Trucadors”; el tercero exploro la parte oeste, en concreto el entorno de “cala Saona”. El día de mi llegada ya caminé desde el “Port de la Savina” hasta Sant Ferran de ses Roques, pasando por Sant Francesc Xavier, la población más grande de la isla. No he podido explorar el “far de Barbaria” y su entorno porque la carretera que llega hasta él es muy estrecha (sólo algunos coches se atreven) y no hay sendas.

Sí que visité el “Sepulcre megalitic de can a Costa”, encerrado entre rejas que impiden el paso, el “museu etnològic”, algunos “molins” y poco más.

Hice eso que ahora se denomina “esnorquel”, que antes era bucear a pulmón, y no vi gran cosa: posidonia, mabras y chirrete (o chanquete). Sólo en las zonas de la costa que son rocosas hay algo que ver. Es fácil acceder porque la mayoría de las rocas son de “tosca” y ya se han encargado de cortarla para utilizarla en la construcción.

Los caminos por el interior son pedregosos y, a menudo, también engañosos, por lo que se progresa lentamente; mientras que cuando se camina por la costa sólo hay que ir bien cubierto para evitar la insolación e hidratarse a menudo. Avanzando por la arena la marcha se ralentiza, no porque se fije uno mucho en los desnudos, que no sé si por la época en que he realizado el viaje o por otras razones que desconozco, no tienen que admirar mucho más que sebo, sino porque hay que ir serpenteando entre hamacas (vacías), chiringuitos desvencijados y alemanes con piel de carabinero (gamba roja) a la plancha, dejados caer como víctimas de un ataque militar súbito, tal como si estuvieran cumpliendo su último deseo. Que de ser así lo van a superar con nota.

Yo, que no estoy dispuesto a pagar 18 euros por una sombra, me cobijo bajo la de los cobertizos de las barcas de pesca, que se adentran y vuelven del mar a través de dos rieles de madera.

Ahora ya estoy seguro, soy el único caminante de la isla. Pero ya no me desanimo, sobre todo desde que me he vuelto más observador. He llegado a entender cosas que antes me pasaban desapercibidas y, lo que es más importante para mí, ya no me enfado por nada. Y si sigo progresando, no descarto dejar de considerar al género al que creo pertenecer, de forma global, como inteligente, responsable y todo lo que ello conlleva. Hay excepciones, pero eso no me desalienta.

La isla es, como espacio limitado, un poco una cárcel, y, en este caso, el romanticismo apenas compensa las molestias del tráfico descontrolado y la suciedad, fruto del comportamiento de sus habitantes, permanentes u ocasionales.

Un último apunte sobre la cocina. No es mala, pero sí muy limitada. Me refiero a la autóctona, claro, porque la universal es la de siempre (pizza y hamburguesas), la que ya conocemos.

Se basa en el pescado asado, en algún que otro guiso también de pescado, dulces de origen árabe (flaons) y poco más.

De la otra pitiusa, d’Eivissa, no hay mucho que comentar; dominada por el cacique de siempre, que ha cedido una pequeña parte de su poder a la mafia italiana y a algún que otro jeque desviado que atraca su yate en el puerto, explota su fama de isla del libertinaje y refuerza cada año la oferta discotequera a sus visitantes, que previo pago de 50, 60 ó 70 €, sin consumición; precio necesario por otra parte, para poder pagar los 20.000 € o más por noche con que compensan a los “pinchadiscos”, pueden ensordecer durante casi toda la noche. No calificaré esos comportamientos pues eso es, entre otras cosas, lo que me ha acercado a la felicidad en los últimos tiempos.¡AH! se me olvidaba, tambien allí hay cuerpos de alquiler a 800 € la hora.

[Como ilustración he seleccionado casi un centenar de fotos que están se pueden ver en Pikasa. Pero en las fotos he sido bueno...]

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