jueves, 4 de diciembre de 2014

BOROBUDUR

Tras más de catorce horas de vaivén en un recipiente con ruedas llamado autobús, soportando decenas de paradas para coger y apear gente; subidas y bajadas de montañas con curvas de no sé cuantos cientos de grados, y vendedores de fruta, agua y comida en bolsas de plástico, mientras intento mantener erguida la cabeza que se siente atraída sin control por la gravedad, llegamos por fin a Borobudur.
Primero nos dirigimos al Lotus 1, un supuesto lugar para descanso y desayuno que goza todas las bendiciones de la guía Lonely Planet. Como llevamos pesadas mochilas y hay más de un kilómetro, tomamos un triciclo para que lleve el equipaje. El que pedalea, a pesar de ser primera hora de la mañana, lo hace sin demasiada fuerza ni entusiasmo.
Llegamos al citado L-1 donde alrededor de una mesa, un grupo juega a las cartas, come chucherías y bebe algo. A mi pregunta de “quién es el responsable”, apenas uno o dos vuelven la cabeza. Insisto y, al fin, uno se levanta y me acompaña a una habitación de primer piso donde dos personas ven la tele echados sobre la cama. Pregunta si hay habitación y le responden que sí, precisamente la que ellos están utilizando.
Le doy las gracias y nos marchamos al Lotus 2, no muy bien clasificado por la misma guía. Éste está a unos dos kilómetros, a pesar de que el triciclista toma un atajo y yo comienzo a impacientarme; sobre todo porque su pedaleo es cansino. Harto, le digo que se baje, subo al triciclo y comienzo a pedalear. Al poco, miro hacia atrás y lo llevo a más de cien metros; levanta las manos pidiendo que me espere pero no le hago ni caso.
Cuando llego al L-2 veo que él y mi compañero quedan lejos, aunque han acelerado el paso. A la puerta hay una anciana que me recibe con una sonrisa y me dice que sí, que tiene habitación. Luego llegan mi colega y el triciclista, que por cierto quiere cobrar más de lo convenido. No me perdona que le haya hecho correr, no está acostumbrado a ello.
Nada que ver con el L-1 que aconseja la guía, cuyo relato del recibimiento ya ha quedado claro. Así es que en él permaneceremos dos días, Queremos visitar el templo budista de Borobudur, que promete ser uno de los monumentos importantes de este largo viaje por el sudeste de Asia.
Al día siguiente nos levantamos muy pronto y enseguida estamos en el Borobudur. Quiero comenzar la visita por lo más alto, ahora que apenas hay una veintena de personas en el recinto. Si desde abajo es impresionante este gran complejo, desde arriba te sientes fuera del mundo.
Cuando llego me encuentro con la agradable sorpresa de que una veintena de monjes con su túnica azafrán y una decena de monjas con la suya blanca están rezando el último piso. El ambiente es sobrecogedor. Se me erizan los pelos de los brazos y me apresuro a sacar mi péndulo para medir los bovis; entre 18 y 20.000 por el momento.
Cuando concluyen los rezos, ya de por sí energizantes del budismo, comienzan a dar vueltas alrededor en sentido dextrógiro, por el escaso pasillo que queda, donde precisamente me encuentro yo. El primero en pasar me dice “sorry” mientras camina lentamente. Yo me aparto, pongo la espalda junto al muro y continúo midiendo la energía. Algunos monjes miran de reojo el péndulo que cada vez exige que suba la valoración.
Cuando paso de 30.000 bovis siento un estremecimiento por todo el cuerpo, especialmente en la columna vertebral que hace que desista de seguir. Estoy emocionado y muy excitado.
Acaban y se marchan. Yo tengo que esperar aún un rato para continuar la visita, sin duda la más interesante de todas las que he realizado en Indonesia y Thailandia.
En ambos países, entre budistas, hinduistas y también alguna mezquita habremos visitado varias decenas de lugares, incluido el Prambanan, por citar uno entre muchos, pero en ningún caso he llegado a medir niveles de energía parecidos, ni tampoco sentido nada igual.
Continué durante varias horas más, recreándome en los grabados, en su arquitectura y cómo no, en el bosque tropical que lo rodea. Desde lo alto se divisan los conos de algunos volcanes y una atmósfera mágica alentada por la neblina propia de su geografía.

Sí, la visita al Borobudur “valió el placer”.

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