martes, 10 de febrero de 2015

Un MISTERIO por descubrir

Han pasado décadas desde la primera vez que lo observé y, a pesar del tiempo, no he progresado a la hora de descubrir los motivos o las razones por los que la mayoría de los seres humanos, hurgan en su interior una y otra vez, concentrados, con la vista perdida, absortos y ajenos a lo que pasa a su alrededor. En ocasiones pueden incluso llegar a correr riesgos sin que den la impresión de ser conscientes de ello.
Podría poner ejemplos de situaciones que recuerde hayan sido las más relevantes, pero son tantas que no sé si voy a ser capaz de elegir.
Se me pasa por la cabeza el último día que fui a la sauna. Yo prefiero el baño turco del balneario al que voy porque la sauna no tiene posibilidad de añadirle agua (humedad); es totalmente seca. Pero estaban reparando el techo y no tuve más remedio que entrar en la sauna.
Entré y sólo había una persona. Un hombre de entre treinta y cuarenta años sentado en el escalón superior del fondo. Saludé y me puse en el mismo escalón a discreta distancia. Apenas el reloj de arena había comenzado a desgranarse cuando me llamaron la atención sus movimientos nerviosos; pero no, no parecía ser una enfermedad ni tampoco un estrés momentáneo. Se trataba de que alternando las manos y también los dedos, jugueteaba con ambos orificios de su nariz, a la vez que absorbía aire de forma sonora y acompasada. Bien mirado, esto era mejor que expulsarlo.
No sé si por costumbre o para disimular (no me atreví a preguntárselo), sus dedos alternaban el interior de sus fosas nasales con el exterior, pero era evidente que lo que más le interesaba era algo que había en el interior, porque allí era donde se concentraba; tanto que llegué a pensar que lo que buscaba pudiera estar en el cerebro más que en las propias fosas nasales.
Yo tenía la vista fija en el reloj de arena con la esperanza de que al vaciarse toda ella, mi solitario acompañante decidiera dejarme gozar de la soledad y del silencio durante algunos minutos. Aún así no podía evitar que el rabillo de mi ojo percibiera sus afanosos movimientos; así como los ya mentados sonidos, mi: martillo, yunque y estribo.
Cuando ya me encontraba yo abandonado a la suerte de Vulcano, hizo hacia mí un somero gesto de despedida y anduvo hacia la puerta mostrando sin recato el tatuaje que cubría toda su espalda. Nada menos que un dragón con sus ojos abiertos hasta casi salirse de las órbitas echando fuego por la nariz. Comprensible.
Lo que son las cosas, ahora me estoy acordando de otra persona que merece que dedique un poquito de tiempo a describir lo que, al menos el tiempo que estuve a su lado, era una de sus costumbres favoritas. Fue mi jefe y compañero, y ambas cosas las ejerció con acierto. Cuando marchó de allí lo hizo para ocupar un puesto de muy alta responsabilidad, en concreto director general de un banco.
Se llamaba Arturo y era cántabro (bella tierra donde las haya). Entre su despacho y mi puesto de trabajo había un pasillo: a un lado la pared y al otro varios compañeros trabajando, un mostrador y el público (los clientes). Pues bien, él recorría ese pasillo con pasos largos y nerviosos varias veces al día, para darme ordenes o para compartir información.
Lo curioso es que ahora, cuando recuerdo su imagen, no puedo evitar que más que fijarme en su acuosa mirada penetrante, en su chaqueta abierta que parecía que quería ayudarle a volar o en su escaso pelo ensortijado, lo que veo es el dedo índice de su mano derecha viajando alternativamente entre su nariz y su boca. Sin ningún recato. Como parte de su toma de decisiones.
Y así y todo, allá que se fue de director general. La verdad es que da que pensar.
No quiero alargarme, pero tampoco acabar sin relatar brevemente otra experiencia visual más reciente acaecida en el metro, apenas hace unas semanas. Se trataba en este caso de una mujer (afecta por igual a sexos, edades y niveles culturales)  de una treintena de años, alta, morena, con una mirada abstraída (algo tienen que tener esas interioridades que “abstraen”) y con el dedo meñique de la mano izquierda (se ve que era zocata) enzarzado en un minucioso trabajo de búsqueda nasal.
En un momento me pareció que fijaba su mirada en mí, pero ¡qué va!, más vale así. Es que no miran. Ni miran ni ven, ni oyen, pensar creo que tampoco; bueno, lo que no sé es si existen durante el proceso.
Deben de ser muy felices, y eso tiene un cierto atractivo. Cómo diría… puede llegar a ser “una tentación”, eso. Es como si nos estuvieran tentando para que probemos porque se supone que se trata de una experiencia sublime.

Estoy en condiciones de afirmar, aun sin saber qué es lo que buscan allá dentro, a veces incluso tan dentro, que estos comportamientos encierran para mí un poderoso misterio. Un “misterio por descubrir”.

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