domingo, 24 de julio de 2011

A la luz del faro

Un  resplandor suave marcaba el horizonte. Nuestra terraza era barrida por la luz del faro, siempre con la misma cadencia, dos más rápidos y un tercero que parecía que nunca iba a volver.

Yo estaba en un estado intermedio entre la inconsciencia y el infinito. Intemporal. Embriagado por la música perfumada de la lejana marea.

La miré. Y al contraluz sentí sus serenos ojos clavados en los míos. Ella tenía una mirada que lo merecía todo y yo estaba dispuesto a dárselo.

Acabé mi copa. Hizo lo mismo con la que tenía en su mano.

Traje agua caliente y sal. Estábamos descalzos. Le lavé lentamente los pies y le froté con sal las plantas para activar su sensibilidad, luego los volví a lavar.

Noté su estremecimiento con la sal. Para mí fue una experiencia inolvidable cómo se dejaba hacer. Nada supera al placer de hacerlo sentir y compartirlo. Estábamos flotando en la noche, de puntillas para que no despertase.

Con el mismo cuidado, estuve secándoselos durante mucho tiempo. El paño era tan suave que a veces se confundía con su piel, con la única diferencia de que al contacto con ella percibía su estremecimiento.

Todo el firmamento nos espiaba.

Derramé sin pudor el oloroso ungüento en mis manos y lo compartí en una mezcla de caricia y masaje que nos fundió a los dos en uno. Sólo nos comunicábamos a través de pequeños espasmos de la piel, primero; luego desde una nube de sueños.

Cuánto tiempo pasó. Nuestro reloj se había parado para no interrumpir.

Cuando volví en mí aún movía las manos al compás de la luz del faro. Ella me seguía, pero ya no eran sus pies lo que yo palpaba.



[Este relato no es perfecto, por eso es mío. He pasado de buscar la perfección a rehuirla. Ahora colecciono sensaciones.]

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