La puerta de fuera tenía cristales, y dentro había otra de madera más gruesa que se cerraba con una llave enorme, de esas que poco después vendían en los anticuarios a los ingleses y americanos. Ambas puertas estaban pintadas de un gris azulado. A los lados había amplias ventanas también de cristales, protegidas por una reja de hierros que formaban cuadrados perfectos.
La acera era también de piedras de cabezo, y la calle de tierra y piedras. Cuando llovía se hacían charcos de color marrón y cuando no lo hacía, que era la mayoría del tiempo, resultaba ser una vía polvorienta que se intentaba aplacar echando un cubo de agua a golpes de mano.
Se cogía el cubo por el asa con una mano y con la otra se batía el agua lanzándola sobre la tierra. Con eso, que se le decía que era rociar la puerta, se aplacaba el polvo y se refrescaba el ambiente.
Cuando pasaba la siesta, yo me sacaba mi mecedora. Una mecedora pequeña con cuerpo de tela listado en colores rojo y marrón, y allí leía, merendaba, miraba a los que pasaban, y a veces me levantaba para jugar; bien solo o con algún amigo que venía a compartir la tarde conmigo.
Pero en verano había un aliciente más. Eso sí, sólo en el puro verano. Allá a las seis o seis y media pasaba el tío Mariano el del chambi.
El tío Mariano era un hombre menudo y enjuto, de piel oscura y arrugada, que vestía un mandil blanco y empujaba un carrito de madera, pintado de blanco y azul. El carrito tenía dos grandes cilindros empotrados que acababan en una tapadera niquelada con un pomo como asa, que hubieran hecho las delicias de cualquier cúpula en un monasterio budista; dentro de esos cilindros se guardaba el chambi: el helado de vainilla y el agua de cebada. No había más. El carrito tenía en un lateral una vitrina para guardar los cucuruchos, los vasos de cristal y las pajas, que eran de paja, nada de plástico.
Cuando pasaba, tocando la bocina y gritando ¡chambilero!, yo tenía que elegir entre un cucurucho de vainilla o un vasito de agua de cebada; si elegía lo segundo sacaba yo mi vaso, para no utilizar el del tío Mariano, y porque así me lo podía beber más tranquilamente.
El vaso o helado pequeño costaba un real, los grandes dos reales.
Luego caía la tarde, venía el Sereno a encender el farol de la esquina; yo metía dentro la mecedora. Había que lavarse las manos, cenar y, poco después, ir a dormir.
Bueno, excepto los jueves. Los jueves había un programa en radio Madrid, del que no recuerdo el nombre, que era por capítulos y se trataba de unos seres humanos que viajaban a otro planeta, como estoy viajando yo ahora al rememorar aquellos veranos. Recuerdo que el cohete que les transportaba se alimentaba de un combustible que se guardaba en una botella, y que había un malo que quería atentar quitándoles la botella. Siempre hay un malo, por lo menos. A penas recuerdo más, pero seguro que alguno de vosotros sí.
Porque eso era el verano y de las cosas del verano nos acordamos todos más.
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