lunes, 24 de octubre de 2011

La tardor del ruiseñor (Mas de Roncales)

Llegamos a borbotones 24 primaveras a compartir la alegría del recibimiento. En el grupo, como ya es habitual, las mujeres doblaban a los hombres (quiero decir que había más, que no haya confusión, pues de momento es sólo eso); yo lo atribuyo a que el fútbol femenino no ha cuajado en el país (o qué sé yo ahora…).

El ambiente: muy bueno, gracias a la cerveza y al vermú de Aragón.

Como primera etapa, Maribel nos situó, ayudada por una proyección de plantas, árboles y setas, tan buena que incluso nos abrió el apetito. Aprendimos a diferenciar los colores: verde, marrón, azul, rojo y algún otro. Lo de arriba y abajo, delante y detrás ya lo habíamos practicado al repartirnos las literas.

Tras la cena, en “petites” tertulias arreglamos todo lo que se puso a nuestro paso, cual taxista experimentado en distraer al pasajero tomando la ruta más larga. Con la renovación de neuronas para nosotros todo era nuevo. Recordamos nuestros últimos viajes omitiendo lo malo; los viajes astrales los dejamos para un poco después. Al fin y al cabo sólo se trataba de olvidarnos del día a día, y lo conseguimos.

Luego dormimos todos juntos como espíritus asexuados. Para mí eso fue lo más aburrido. También dormir.

La mañana siguiente: el sueño había sido tranquilo y a penas hecho honor a lo que sugiere el nombre del lugar: un solo de trombón interpretó varias veces una partitura de música contemporánea, y alguien desde el otro extremo intentó hacerle el coro con timidez. Vino bien para cambiar de postura, no fueran a dormirse las manos.

A las siete, el cielo estaba limpio. En el horizonte comenzaba a aparecer partido por la estela del pasillo aéreo de la costa. Acabada la hora mágica volví al Mas para evitar el enfriamiento del despunte del día.

Contemplar el desayuno me transportó al cine clásico: Buñuel y Monty Pyton sobre todo. Pero estaba tan bueno… y de alguna forma había que compensar apetitos no satisfechos…

El sábado salimos sin sospechar lo que nos esperaba. No importa que la ruta se haya repetido varias veces. Cada vez es diferente. Esta vez buscábamos setas.

Nueve horas de caminata, con la correspondiente parada de mediodía y alguna que otra paradita, nos recuerdó que somos humanos. Más de 900 metros de desnivel y 19 kilómetros; un poco más para quienes hicieron (hicimos) cima en la Penya “Llepola” (1.200 de desnivel y 22 km). Pero en la montaña todo esfuerzo vale la pena y es recompensado. Ese día con el cansancio y al siguiente con unas agujetas “del carajo”, que diría un gallego.

También hubo quien se aventuró en bicicleta. Su esfuerzo fue compensado con un  clamoroso recibimiento; aunque, a juzgar por lo fresco que llegó, habrá que investigar si se ayudó de alguna energía alternativa o, lo que no sería tan sorprendente, que fuera dopado.

A lo largo de la ruta, los que no miraban exclusivamente al suelo (o sea casi nadie) practicaron la charla de Maribel del día anterior, produciéndose algunas discusiones sobre el color de los pinos (hubo incluso quien aseguraba que son verdes. Habrá que repasar los apuntes…) o sobre si las setas no comestibles debieran de estar rotuladas. A la hora de comer, para evitar riesgos, todos nos tomamos el bocadillo que llevabamos. Hay que ir a lo seguro.

A la llegada al Mas, ocaso cerrado, fuimos recibidos por “súper-ratón” y por el “mariquita de la capa verde” (le acompañaban otros pero son irrelevantes). Lo que pasó después tiene “sólo” que ver con el lúpulo, la cebada germinada y levaduras que producen el mismo efecto que la marihuana (¿endorfinas?). De no ser así no es entendible una conducta colectiva semejante. No existían motivos ni razones para tanta risa, salvo para hacer que los huesos de Jorge de Burgos se revolvieran en la tumba hasta sonar como unas maracas.

La noche del sábado al domingo fue un paréntesis en blanco para la gran mayoría. Nadie recuerda nada. Acaso algún sueño que debería consultarse (seguro que cualquier psicoanalista “porteño” le encontraría sentido, previo pago de la terapia por adelantado), pero nada preocupante. Nada que no pueda resolver una “meiga”.

Y el domingo. ¡Qué decir del domingo!. El día nos recibió con la puerta regada y el polvo (del camino) un poco más asentado (¡para que aprendamos de la naturaleza!). Olía a vida y al despuntar el alba, un silencio atronador y el paisaje calmo y algodonoso nos entró por los ojos sin pedir permiso, hasta hacernos formar parte de él.

La hora mágica llegó envuelta en una suave bruma que la hizo aún más cálida y misteriosa. Solo, en aquel inmenso lugar, me sentí muy pequeño pero a la vez acompañado, hasta que el tímido piar de unos pajarillos me recordó la hora del desayuno (¿o fue el ronroneo de las tripas?...) y volví raudo a la mesa de reuniones.

Ya de marcha, fuimos hasta la poza mayor del río Carbo y allí se demostró sobradamente la teoría de Darwin: ya no hay eslabón perdido, estaba allí. Que nadie tenga dudas.

Como lo de la cascada (de agua) nos había retrasado un poco, la velocidad del grupo al volver batió todos los “record” de caminar por la montaña. Nos esperaba el gazpacho de setas…

Y ahora emplazo a quien quiera a que acabe este relato, pues después del segundo plato (y del vino), yo perdí la memoria.

¡Gracias! Es difícil conseguir ser como vosotros, sólo me aguarda el consuelo de que incluso eso “se cura”.



[CIM – Tardor 2011 – Mas de Roncales]



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